Matizando mi algo lúgubre introducción, cuando hablo de abismo
-algo que no nos espera si actuamos mejor-, nos miro en el espejo de otros
países, con evoluciones diferentes, pero no imposibles de imitar -sin querer
queriendo- de parte de diversos actores: la terrible espiral de violencia en
partes de Centroamérica, el progresivo descalabro y polarización creciente de
Venezuela, la lenta decadencia de Argentina, el autoritarismo en Ecuador, por
referirme solo a nuestro continente.
Felizmente tenemos fortalezas para la resistencia y
regeneración frente a los males que he señalado: Somos una sociedad que evidencia
optimismo ante las adversidades, un pueblo acostumbrado a resistir grandes
males y a salir adelante, sobreviviente de la insanía terrorista y la represión
estatal, así como del desastre del primer gobierno de García –vivido, o
escuchado de padres y abuelos, con mucho empuje e inventiva, con bastante
solidaridad y sentido de comunidad, con cariño hacia la infancia y la vejez,
con enorme disposición y capacidad de ahorro -entre las más altas del mundo, como
nos acaba de recordar Richard Webb en un artículo en Lampadia-, no mucho en el
sistema financiero, pero sí en la progresiva autoconstrucción y mejora de
viviendas, así como en la capitalización de sus negocios con mercadería,
máquinas y vehículos de trabajo, en las ciudades y cada vez más también en
zonas rurales. Todo esto parte de la cara positiva de la informalidad total o parcial.
En Lima me llama siempre la atención la mayor amabilidad de
la gente, con una elevada proporción capaz de responder una sonrisa o hacer un
gesto ante una disculpa por un roce involuntario –en supermercado o en la
calle- o ceder su asiento a una persona de edad. Y la frecuente atención
preferencial a la Tercera Edad y mujeres embarazadas.
Nuestra capacidad de indignación y de protesta, aunque algo
aletargada, está vigente, y tenemos que estimularla, orientarla y encauzarla,
junto con el desarrollo de alternativas y ejemplos desde todas las esferas de
actividad, como individuos, como instituciones y como colectivos, apoyando las
tendencias señaladas.
Si bien tenemos mucho más leyes de lo necesario y cumplible
–siendo las necesarias de mala calidad-, y un afán poco racional de tratar de
resolver cosas con más leyes, hay alguna legislación reciente –necesaria-, más positiva
que negativa, a pesar de graves limitaciones. Los cambios últimos más
importantes son la legislación económica y la reforma universitaria, que tocaré
más adelante.
El paquete de reactivación económica, que incluso corrige
leyes recientes, aunque tardío, como de costumbre –ante la evidencia de una
reducción de las exportaciones y una desaceleración del crecimiento,
principalmente por los cambios en el mercado internacional y por la
postergación de grandes inversiones (en parte también por condiciones internas)-,
responde a la real necesidad de eliminar trabas contraproducentes a la
inversión y al desarrollo económico –la llamada tramitología. Es cierto que a
todo nivel del Estado (aunque también, en menor medida, en empresas privadas),
hay normativas, exigencias, incumplimientos y maltratos que afectan no solo a
los ciudadanos sino también a las empresas, e incluso a otras instancias del
Estado.
Es evidente que en un país con alta fragilidad institucional
una mayor desaceleración, que desemboque en una crisis económica, podría poner
en riesgo mucho de lo avanzado, incluido todo el sistema mal que bien
democrático y el sumamente deficiente Estado de derecho.
Lamentablemente el cambio legislativo cede también ante
exigencias desde el sector privado de eliminar requisitos y procedimientos que
sí son importantes para un desarrollo más sostenible, de protección efectiva
del medio ambiente y de derechos de la población, con frecuencia incumplidos,
sea deliberadamente -por codicia y/o desprecio clasista y racista de quienes
mandan-, sea por limitaciones, errores o intereses propios de los funcionarios
encargados. La empresa privada, no por serlo, ni por ser grande, ni por ser
transnacional, está exenta de ineptitud e ineficacia, al menos en sus formas de
miopía y de laxitud, y en muchos casos el afán de ganancias exageradas y
rápidas –propio o de los accionistas- subordina todo lo demás. El alargamiento
de muchos trámites se debe también a deficiencias, con frecuencia muy serias, y
a veces deliberadas, en los proyectos y estudios entregados por las empresas.
Esto es especialmente evidente en el caso de la normativa
ambiental, que, bien diseñada y aplicada, no solo en sus estándares sino
especialmente en sus procedimientos, tanto por el Estado como por las empresas,
es más bien un factor favorable para la inserción virtuosa o menos conflictiva
de las empresas en su entorno y para su imagen nacional e internacional, así
como indispensable para proteger a poblaciones de daños evitables y compensar
adecuadamente los inevitables.
Me parece que la continuidad del ministro del Ambiente,
Manuel Pulgar Vidal, si dura en el cargo, es un indicador –ojalá- de que desde
el Gobierno se mantendrá un cierto nivel de protección, como contrapeso,
claramente insuficiente, pero importante.
Es urgente para el interés social y de las propias empresas
socialmente responsables, en el marco de una regulación razonable, con estándares
exigentes, pero realistas, que las instancias ya existentes de prevención de
daños ambientales y maltratos a poblaciones tengan una mayor eficiencia,
capacidad de cobertura y celeridad, con un control adecuado, que además nivele
la cancha para todas las empresas.
Un criterio básico debería ser el facilitar la inversión y funcionamiento de las empresas más serias y dificultar el de las más irresponsables, rentistas y corruptoras.