Democracia, cambios y centro político
Alfredo Stecher
13.1.2017
19.1.2017: corrección al artículo:
A través de Compartiendo, artículos distribuidos semanalmente
por Fernando Alvarado, del Centro Ideas, he recibido un comentario del doctor
Alejandro Grobman, que agradezco y que me lleva a una corrección.
Escribe: Sr. Stecher: Se puede quebrar la solidez de la
democracia con declaraciones tales como la que Ud. indica en su texto: “los
cambios más profundos no pueden limitarse al control del Gobierno y aparato
estatal, tiene que incluir un control o al menos importante de la
institucionalidad civil”. Sería bueno que aclare qué quiere decir con ello.
Saludos cordiales, Alexander Grobman
Mi respuesta: Sr. Grobman: Le doy la razón en objetar mi
formulación, bastante infeliz, que sin ser mi intención se puede interpretar
como control desde el gobierno, pero intenta decir que las mismas opiniones y
objetivos que guían al gobierno deben predominar en la sociedad y sus
instituciones, para facilitar su éxito. Lamento mi lapsus.
Corrijo el final del cuarto párrafo:
Hay personas que, desde ambos extremos del espectro de
autodefiniciones políticas, se mofan de la importancia que asignamos muchas
personas a ganar el centro, no con posiciones ni chicha ni limonada, sino
convenciéndolo de que la propuesta que se tiene es lo mejor para el país,
incluidos ellos, al menos mucho mejor que otras; y que, con metas ambiciosas,
se avanzará sin embargo con la moderación y gradualismo necesarios para
mantener la estabilidad económica y política.
Esas mofas son intrínsecamente antidemocráticas, porque
obvian la necesidad, en democracia, de ganar consensos amplios y obtener una
mayoría absoluta o al menos una mayoría relativa, para poder gobernar en
alianza con fuerzas menores o con la segunda mayoría. Desde la derecha, se
trata de su convicción de que los poderes fácticos que representan pueden
imponer su voluntad con ayuda de segmentos reaccionarios del aparato estatal;
desde la izquierda, de manera difusa, de que el camino adecuado es una
revolución que obligue a las mayorías que no les favorecen en las urnas, a
plegarse una vez constatada la bondad de sus políticas iniciales (y la fuerza
de su capacidad represiva). En el primer caso, se trata de una dictadura
fáctica, en el segundo, de una dictadura a secas, aunque en ambos casos
mantengan algunas formas democráticas. Y, por supuesto, hay miles de variantes.
La posición realmente democrática admite que el país -y el
mundo- pueden avanzar más y mejor bajo el sistema democrático, aunque gobiernen
fuerzas con idearios y prácticas que no compartimos, siempre que no asuman
posiciones extremas que llevan a salidas totalitarias.
Se trata de formular y difundir los planteamientos que se
considera, con fundamentos, a la vez propulsores de más desarrollo, justicia,
equidad y reducción de los males del sistema, y posibles de realizar, en plazos
razonables, con prioridades justas y atinadas, y de mejoras en la cultura
general, en la escena política y en la dinámica estatal. Se trata de convencer de
esto a quienes inicialmente no lo comparten o en quienes suscita dudas. Hay que
canalizar el descontento popular legítimo, pero no basta eso para mejorar la
sociedad y el país. Y, haciendo eso, hay que fomentar un cambio cultural y la
formación de cuadros políticos e instituciones capaces de asumir y desarrollar
esas posiciones permanentemente y, en diversos momentos, desde partes del
aparato estatal y del Gobierno, así como desde la sociedad civil. El poder
necesario para los cambios más profundos no puede limitarse al control del
Gobierno y aparato estatal, requiere que las mismas opiniones y objetivos que
guían al gobierno predominen en la sociedad y sus instituciones, o al menos en
parte importante de la institucionalidad civil, para facilitar su éxito.
Esto es complejo y exige superar el simplismo de muchos
políticos, personas y organizaciones, que creen que basta con carisma -que
ayuda mucho-, con promesas para todos los gustos -populismo-, con
desacreditación de los adversarios-en parte necesaria, con decencia- y con
desenmascaramiento de los enemigos. Las batallas a dar son a la vez por alternativas
de gobierno y por el fortalecimiento de la democracia.
Como dice el columnista Daniel Innerarity, hay que ganar una
batalla conceptual que haga inteligible la idea de una democracia compleja, un
conjunto de valores y procedimientos que hay que saber orquestar y equilibrar
(participación ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía
nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, deliberación,
representación).
La voluntad popular es un factor de base de la democracia,
pero no es positiva la que solo expresa ánimos del momento y no lo que se
requiere para progresar, que son decisiones reflexionadas sobre opciones
elaboradas por élites de todo tipo, con intervención de análisis científicos y
de políticos que han evidenciado seriedad, compromiso, consecuencia y
resultados positivos para al conjunto del país, y con interiorización de parte
de segmentos significativos de la población.
Frente a las posiciones extremas se presenta el dilema de
cómo tolerar a la intolerancia, de cómo impedir que hagan daño sin conculcar
los derechos que también tienen, y buscando amortiguar o encauzar sus
desacuerdos, protestas y alternativas extremas para evitar el daño que causan o
pueden causar a la sociedad y al sistema democrático.